El
valor de las apreciaciones
Raquel:
Han
pasado cuarenta años de aquello y soy
una mujer madura llena de recuerdos. La verdad es que no me arrepiento, porque
sé que todo lo que hice estuvo marcado
por el acontecimiento y la razón que me asistía en ese instante. El pasado no
se puede rectificar. Constituye experiencia. ¡Y ahora viene esa escritora a
preguntarme, cómo ha influenciado en mi vida ese hecho!
Dice
que no me juzga, que incluso cuando escribió el libreto de radio, en el que se
contaba lo sucedido, manifestó su criterio de acuerdo a las investigaciones que
hizo sobre el caso; que no se ciñó a las referencias del atestado policial y ni
siquiera tuvo en cuenta los criterios de las enfermeras, que en el hospital me
atendieron. ¡Aún duele! Yo creía que no. ¡Contaba con dieciséis años cuando eso
sucedió!
Somos
once hermanos y yo la única chica, encima ¡la más pequeña! Fui el último tirito
de mis padres, según comentaban los vecinos.
Papá
era militar. Ya murió y tengo que decir que nunca me perdonó. Le prohibió a
mamá que me viera, pero ella lo hacía a
escondidas.
Para
mi padre la casa era una prolongación de su vida militar activa, solo que en el hogar, se sentaba a leer, ver
la tele y escuchar música. Él no soportaba que le llevaran la contraria, ni
siquiera cuando decidía lo que su esposa debía cocinar.
Cuando
se jubiló mi padre, mamá venía con frecuencia a mi casa, llegaba con el rostro
descompuesto, llena de aflicción y descargaba en mí toda la frustración que
sentía porque su marido no la dejaba respirar y se pasaba todo el día sacando
defectos a cuanto trabajo hogareño ella emprendía. Yo le hacía chistes, le
cantaba y le pedía que viniera a vivir conmigo, pero ella, a pesar de todo le
quería… ¿o era costumbrismo?
¡Ya
sé! Sé que evado la historia. No lo hago para justificar nada. Las cosas son
como son. Papá siempre tuvo un carácter muy fuerte, y realmente todos crecimos
temiéndole, y yo, más que ninguno de mis hermanos. ¡Quería tanto no
defraudarle! Fui la mejor alumna del colegio en los cursos que hice. Destaqué
en todo lo que sabía que a él le motivaba, pero cuando asistí a la Escuela al
Campo y conocí a Eberto… ¡Todo cambió! Fue amor a primera vista. ¡Tenía solo
quince años!
¡Dios
mío! ¡Cuántas vueltas da la vida! Lo que no se imagina esa escritora que quiere
entrevistarme, es que pese a todo, he sido feliz. Cuando mi padre me echó de la
casa, una hermana de mi madre me dio cobijo y con ella conviví hasta que murió.
Desde luego, mi tía también fue vetada por el coronel.
Hoy
no puedo dormir por tantos recuerdos agolpados; no por un sentimiento de culpa:
nunca tuve que perdonarme a mí misma por lo que hice. Yo desconocía lo que
había sucedido y cuando pasó… ¿Quién me iba a creer? Con dieciséis años las
chicas ya sabían muchas cosas, pero yo no. ¡Quién iba a entender mi ignorancia!
¿Quién iba a comprender el miedo que sentía ante la posibilidad de enfrentarme
a mi padre?
Cuando
conocí a Eberto, él pasaba el Servicio
Militar obligatorio. Estaba asignado a la unidad del coronel González Coro, mi
padre.
Papá le había ordenado que llevara a la
escuela al campo, un paquete que mi madre me enviaba con ropa y comida. ¡Estaba
tan hermoso enfundado en su uniforme! Eberto tenía tres años más que yo. De
estatura muy elevada, ojos negros como un pozo y yo pensé que me ahogaba cuando
fijó en mí su mirada. Su voz era bronca,
acariciadora, y cuando extendió la mano para saludarme, la mía se perdió
entre la suya. Estoy segura de que enrojecí y bajé la cabeza para que no lo
descubriera. Él abandonó mi mano y preguntó si me había molestado en algo. Yo
le respondí presta que no. Le pregunté por mi padre y dijo que apenas le
conocía, que como estaba destacado cerca de mi escuela al campo, el coronel
había pasado revista a su campamento y le había dado el encargo a él, de
traerme el paquete que me había entregado.
Me
preguntó si ya había visitado una cueva muy bonita cercana a la escuela y le
dije que no, que en los fines de semana podíamos salir a pasear por los
alrededores y que el próximo sería el primero para mí, porque llevaba solo cuatro días movilizada.
Se
ofreció a llevarme si yo lo deseaba y… Así comenzó todo. Un mes en el que nos
veíamos con frecuencia. ¡Hasta me escapaba de la escuela en las noches para
reunirme con él y pasear entre los árboles! Y sí, me refugié en sus brazos y
nos besamos, pero me respetó. A su lado descubrí el sosiego y el valor de la
armonía de los silencios.
¿Podré
mañana contar a esa escritora cuán vivo y perdurables son los recuerdos?
¿Saldrán de mis labios las palabras cargadas de sentimientos, certezas y
rotundidades de la historia, la historia de aquél día que en que la mayoría me
juzgó equivocadamente y yo, no supe defenderme más que con soberbia?
Josefina:
Cuando
hablé con ella por teléfono, me dio la impresión de que era una mujer con una vida plena. Me identifiqué como
escritora y se sorprendió aunque enseguida noté cierto cambio en su voz, cuando
preguntó el motivo de que quisiera entrevistarla a ella, una mujer corriente,
según se catalogó.
Pensé
que debía ser sincera, pero el teléfono no es un medio idóneo para destapar
historias del pasado, aunque estaba segura de que ella no la habría olvidado, y le respondí del único modo que se me
ocurrió:
─Usted
tiene una vida interesante. A mi juicio, digna de ser contada. Lo que usted
pasó refleja las vicisitudes femeninas
de la mujer, enfrentándose a la época en que vive.
Y
tropecé con la dureza del metal de su voz:
─Nadie
pensó eso de mí –replicó, y se hizo un
silencio que se me antojó largo, pero no colgó el teléfono.
Al
cabo, fui yo la que añadí con un claro ruego bailando en mi voz.
─Raquel,
lo sé todo. Fui la que escribió lo que sucedió hace cuarenta años para la
radio. Aún conservo la grabación. No sé
si usted la escuchó o se lo contaron, pero de lo que no cabe ninguna duda, es
que la comprendí y lo reflejé en la dramatización del hecho.
─Fue
hace mucho tiempo. Me condenaron.
─No,
Raquel, no la condenaron, usted era menor de edad. Pero en el aspecto que dice, sí, la condenaron; y a mí también. Mis compañeros de trabajo no
estuvieron de acuerdo con el modo en que lo enfoqué. Yo estoy segura de que fue
el correcto. Por eso quiero que me conceda una entrevista.
─¿Para
reafirmarse? ─exclamó con un dejo de burla en la voz, aquél que estoy segura
manejó antaño a modo de defensa.
─No.
Es porque estoy escribiendo un libro de relatos sobre la valentía y cobardía de
las mujeres y quiero que su historia forme parte de él.
─¡Cobardía!
─me llegó como un eco susurrado a través del hilo telefónico y yo remedé
tajante.
─¡Valentía!
─puntualicé y recalqué─. Valentía que en su momento nadie comprendió. Así lo
interpreté y así lo reflejé en la historia que escribí. ¡Valentía!
─A
día de hoy, creo que fue rebeldía. ─aclaró de un tirón y yo supe, en ese
instante, que me concedería la
entrevista.
L a E n t r e v i s t a:
Desde
la ventanilla descubrió que la vivienda
de Raquel estaba situada en medio de una gran planicie con el sendero
empedrado. Al llegar a la parada se bajó de la guagua molesta por la humedad
que su cuerpo emitía: la blusa se le pegaba al cuerpo y eso le disgustaba;
encima, se le antojó que el sol horadaba su cráneo.
La
casa estaba a una distancia de tres manzanas. Echó a andar y luchó con las
piedrecillas del camino que se le incrustaban entre los dedos de los pies; las
sandalias no los cubrían y temió que el frágil calzado se le rompiera cuando
estuvo a punto de caer varias veces. Lo irregular del terreno y lo polvoriento
del sendero intensificaban la sensación de asfixia. Sintió alivio cuando
descubrió que la mujer la esperaba en el
vano de la puerta e imaginó que juzgaba su inestable andar, sin embargo, al
tenerla frente a frente, descubrió que
su expresión era algo tensa.
Enseguida
la hizo pasar y ambas se sentaron en sendos balances de mimbres que, la
escritora, agradeció mientras exclamaba
al sentarse:
─¡Tremendo
calor!
─Es
lo normal. Desde la parada del autobús hasta mi casa hay una buena tirada.
¡Tiene usted que tener muchos deseos de escribir su libro! ─y le sirvió un vaso
de limonada de una gran jarra en la que entrechocaron los trozos de hielo
del interior. En la mesita de centro
había otro vaso, pero ella no lo llenó. Apenas bailó una enigmática lucecilla
en el fondo de su mirada, al contemplar la avidez con que su visitante se bebía
el refrescante líquido, y volvió a
colmar el recipiente sin que mediaran palabras entre las dos.
─Gracias,
Raquel. He sudado tanto, que creía que me iba a desmayar. Sin embargo, su casa
es fresca. Aquí se está bien ─Y reparó en que la puerta del fondo también estaba abierta, y por eso se
establecía corriente en la vivienda.
─Ya
lo ve, siempre hay tiro de aire. Eso sí, al mediodía no se puede salir afuera.
Detrás tengo un gallinero y hasta las aves se refugian a esta hora. ─Y sin
variar el tono añade─: Pregunte, pregunte
lo que desee.
─¿Me
permite que grabe?
Raquel
se encoge de hombros y la escritora, mientras saca del gran bolso que lleva en
bandolera una pequeña grabadora de casete, le dice:
─Me
llamo Josefina, por si no lo recuerda.
─Lo
sé. ─responde tajante para continuar─: No quisiera que llegara mi marido y nos
encontrara hablando del pasado que ya conoce, desde luego, pero ambos eludimos
ese…
Y
se detiene buscando la palabra correcta, mientras se queda anclada mentalmente
en el pasado. No se percata de que el
silencio se alarga y permite a Josefina, entre tanto, detallar la fisonomía de
su interlocutora. Ella sabe que Raquel cuenta únicamente cincuenta y seis años,
aunque la piel atezada de su rostro, surcada por numerosas
arrugas, la hacen mayor. Sus ojos
claros, perdidos en la distancia interna de sus recuerdos, dan fe de la
vivacidad de su carácter en cuanto retoma el presente:
─Perdone,
Josefina. El motivo de su presencia me trae muchos recuerdos… Le decía que mi
marido y yo, evitamos el tema.
Y
la visitante aprovecha para abordar
directamente:
─Raquel,
han pasado cuarenta años de los sucesos que cambiaron su vida. ¿Es por eso, que
vive tan apartada?
Ella
ríe francamente y afirma declinando:
─¡Qué
va! ¿Usted cree que vivo amargada por aquello? Nada de eso. Al principio fue
muy duro, pero por suerte “Fefa”, la hermana de mi madre, me acogió. Mire qué
casualidad. Se llamaba Josefina, como usted. ¿No le llaman “Fefa” a usted también?
─Me
dicen “Fina” ─y como ve que la mirada de Raquel muestra cierta sorna, es ella
la que esboza una mueca burlona y añade─: ¡Incongruencias de la vida! De fina,
tengo poco.
Ambas
sonríen y la atmósfera se distiende.
─Por
cierto ─aprovecha la escritora el momento─,
¿quiere escuchar la grabación que escribí sobre su caso? La tengo aquí.
Josefina
comienza a rebuscar en su bolso una cinta de casete cuando Raquel, con temor y
suplica en la voz, la detiene aclarando:
─Prefiero
que hablemos.
Ambas
se miran directamente a los ojos por un breve espacio de tiempo.
─Está
bien ─apresura la escritora, mientras abandona la búsqueda y reitera la
pregunta para reafirmar la respuesta que antes no fue verbal, sino gestual─:
¿Me permite que grabe?
─Sí, pero solo para su trabajo. No quiero que se
emita la entrevista por la radio.
─Raquel,
ya no escribo para ninguna cadena. Le prometo que su nombre no figurará. Lo que
me interesa es destacar, como ya le expresé antes, la valentía con que se
enfrentan las mujeres a hechos o situaciones difíciles.
─Yo
no era una mujer entonces, sólo una jovencita asustada.
─Cierto,
pero maduró de pronto.
─Me
vapulearon, me juzgaron y condenaron. La soberbia fue mi única arma. ¡La
soberbia!
─¿Sabía
usted que estaba encinta?
─Sí.
Pero nada más. No tenía la menor idea de cómo era eso. En mi casa el control
era férreo por todas partes. ¡Imagínese! Diez hermanos mayores y un padre
militar…
─¿No
tenía ni siquiera una amiga en la que confiara, para hablar sobre su situación?
─¡No!
El coronel decía que las amigas pervertían. Después de clases siempre me
esperaba algún miembro masculino de la familia para que no me desviara del
camino.
─Raquel,
usted era popular entre sus compañeras. En las declaraciones que hicieron a la
policía todas dejaban sentado que la tenían en gran estima.
─Porque
era una empollona y las ayudaba, pero en todo lo demás…
La
mujer se sume en los recuerdos y la escritora aprovecha el lapso para revisar
sus notas hasta que la entrevistada concluye:
─En
mi casa ni siquiera se escuchaban novelas radiales. Mi padre las consideraba de
mal gusto.
Un
moscón entra en vuelo rasante y Raquel lo espanta. Ambas se quedan observando
la salida al exterior del mismo y Josefina retoma la entrevista:
─Raquel,
¿cuándo y de qué modo se percató de que estaba embarazada…
─Mire,
la primera falta de menstruación no me alertó, tenía mucho que estudiar y no me
percaté de eso hasta que mamá me
preguntó si necesitaba compresas. Ese
fue el momento en que se encendió una lucecilla de alarma en mi
interior.
─¿Y?
─En
ese momento, hacía un mes que
Eberto estaba movilizado. Su unidad
había sido enviada a Baracoa. Mejor dicho, mi padre, lo había mandado bien lejos.
─¿Su
padre conocía la relación que mantenían?
─Por
eso lo envió lejos. El coronel no podía permitir que su hija blanca, tuviera
relación con un negro ─lo dijo con acritud, dejando bien claro que ella tampoco
había perdonado a su padre.
Josefina
suspiró de forma contenida y comentó sin
preguntar.
─Los
sectores con más hombres de color en nuestro país, son los de la música, el
deporte y en primer lugar el ejército. ¿Cómo es posible que tu padre fuera
racista?
─Siempre
lo fue.
─Cuando
escribí el libreto de radio, aunque no aparecía reseñada la observación de que
su padre fuera racista, lo dejé entrever en la dramatización. Tuve la
impresión de que ése era el quid
de la cuestión.
─Pues
acertó. Era racista.
─¿Me
permites que te tutee? Puedes hacerlo conmigo tú también.
─Sí,
¿por qué no?
─Gracias.
¿Eberto sabía que lo habían trasladado a causa de la relación contigo?
─¡Claro!
Nos veíamos a escondidas y uno de mis hermanos nos descubrió.
─Espera
un momento, Raquel. Hay algo que no me cuadra. Si tus hermanos y tu padre te
iban a recoger al colegio y no tenías amigas fuera del centro de estudio, ¿cómo te encontrabas con tu chico?
─Mire,
cuando iba a la bodega lo llamaba desde un
teléfono público y quedábamos. En mi casa todos los hombres se ponían
como locos frente a la tele cuando había encuentros de pelota. ─Una sonrisa apenas
esbozada es captada por la periodista y Raquel continúa─: ¡No se imagina la
algarabía que formaban en la sala mis hermanos! Mamá y yo salíamos dejándolos
con cerveza y algo de comer. Mi madre
aprovechaba para ver a las amigas y yo
me iba a caminar. Ella nunca encontró nada extraño en que diera largos paseos
por el parque, de hecho, antes de conocer a mi chico ya lo hacía. Fui una niña
solitaria amante de la naturaleza. ─Y sacude la cabeza para alejar las imágenes
viejas que resurgen en su mente y continuar─: Eberto me esperaba entre las
ruinas de un edificio que se había derrumbado. Era nuestro paraíso. Ya ve
usted, ¡entre escombros éramos felices! Él quería pedir mi mano y yo siempre le
daba largas. No me atrevía a decirle que mi padre y mis hermanos eran
racistas.
─Imagino
que sería algo difícil de explicar ─apostilla la escritora, dando tiempo a que
Raquel tome un respiro, y agrega─. ¡Parece mentira que en aquellos momentos
hubiese gente tan racista como su padre, que además, ocupaba un alto cargo en
el ejército! Pero, ¿cómo se las arreglaban con el tiempo?
─¿El
tiempo? No entiendo la pregunta.
─Los
enamorados cuando están juntos se olvidan de todo. ¿Nunca se te hizo tarde para
regresar a casa, una vez concluido
los encuentros de béisbol?
─No,
mamá me iba a buscar y la veía pasar. El edificio en ruinas hacía esquina con el parque al que yo iba a pasear. Eso me daba
tiempo a ir a su encuentro desde otra dirección. Siempre regresábamos a casa
antes de que finalizara el juego. Papá se habría mosqueado si no hubiéramos
llegado juntas. Ese era el momento más difícil para mí, porque Eberto no quería verme a escondidas, él insistía en
formalizar nuestro compromiso. ¡No comprendía
que yo no lo presentara a mi familia!
Josefina,
viendo que la mujer se queda
ensimismada, aprovecha para cambiar la cinta de la grabadora. Una vez ha
concluido, es Raquel quien rompe el
silencio suspirando.
─¡Quién
lo diría! ¡Una sola vez nos dejamos llevar por el deseo y quedé embarazada! ¿Y
sabe? Fue la primera vez de los dos. Yo creo que hasta fue un milagro porque…
no hubo penetración completa.
─Ahora
que toca el tema; ¿cómo ocultó su estado?
─Me
puse faja, disimulé haciendo que comía mucho y no dejé ninguna actividad. Ni
siquiera interrumpí la educación física. Tuve algún malestar pero en casa no se
dieron cuenta, porque la mayor parte de las veces yo estudiaba en mi
habitación, y tenía un aseo comunicado con mi cuarto. Mamá se había empecinado
en que hicieran un baño para mí sola porque eran muchos varones en la casa. Esa
fue mi salvación cuando tuve los malestares propios del embarazo. Pero eso fue
solo un mes. ¡Hasta llegué a pensar que no estaba embarazada! Creo que a los
siete meses fue que comencé a ponerme fajas.
─¿Y
en el colegio? Las chicas suelen ser muy observadoras.
─Como
le dije, no tenía amigas, solo compañeras de clase. Yo era monitora de lenguaje
e historia. Pero no hablaba con nadie de cosas personales. Engordé, eso era lo
que parecía. A veces no podía ni respirar, sobre todo cuando pasó eso, cuando
aborté.
─Usted
no abortó, Raquel. ¡Usted dio a luz!
Raquel
suspira:
─Sí,
me puse de parto aquella noche, pero yo no lo sabía. Creí que tenía una
indigestión y me levanté de madrugada para ir al retrete. La verdad, escritora,
no quiero hablar de ese instante. Si escribió sobre eso, sabe lo que ocurrió.
Pero sí, le voy a decir una cosa, no tuve ni tengo remordimiento porque yo no
sabía que estaba de parto. ¡No lo sabía! Y ahora voy a preparar un café para
las dos y le pondré hielo, porque hace calor de infierno ─recogió los vasos de
limonada, la jarra, y llevándoselos
añadió─: la dejo sola un momento.
Josefina
comprendió que la mujer aún se sentía indignada por lo que entonces sucediera y
recordó lo que escribió al respecto:
“La joven se levantó en medio de la
madrugada con la urgencia de hacer de
vientre, tan urgente era la necesidad, que le causaba dolor de barriga.
Apresuradamente se calzó las chancletas
y salió al aire nocturno rumbo a las letrinas. Había luna llena y no le costó
coger el trillo, empujó la puerta y se encontró con una luz mortecina que
dejaba medio en penumbras siete asientos de retretes. A esa hora no había nadie
pero ella, encorvada por la urgencia y
el dolor, se desplazó hacia el último; siempre sentía vergüenza por tener que
hacer sus necesidades ante las demás. Le
costó bajarse la faja y hasta temió hacerse encima la necesidad que la
acuciaba, y cuando pudo librarse, se
sentó sin colocar ningún papel alrededor del hueco, como siempre hacía. Esta
vez no le había dado tiempo, sin embargo, aunque sentía que algo se abría paso
en sus entrañas, no salía nada de su interior. De pronto le
acometió un fuerte dolor y sintió que
algo grande se deslizaba hacia afuera y caía con un fuerte sonido de chapoteo
entre las apestosas heces fecales. Pensó en su bebé, pero desechó la idea
diciéndose que los niños no nacen de pronto. Las punzadas eran más agudas, no
la dejaban pensar con claridad cuando descubrió un cordón que salía de su
interior y tiraba de ella hacía abajo. Intentó levantarse sin conseguirlo. La
cabeza le daba vueltas y tenía que sujetar
el resbaloso cordel que la unía a lo que había caído y le hacía daño.
Pensó que se moriría y tiró con las dos manos en direcciones diferentes hasta
éste se rompió y la liberó del peso que parecía desgarrarla. Mareada salió del
retrete dejando la faja olvidada a los pies del hueco sobre el que había estado
sentada. Un reguero de sangre corría entre sus muslos y marcaba el suelo;
apenas dio cinco o seis pasos, perdió el
conocimiento. Cayó sobre la hierba sin sentir la humedad del rocío a la que se
sumó su sangre”
Desde
la parte trasera de la casa llegó el sonido del
cacareo de una gallina y Raquel
se asomó al salón diciendo:
─Si
no le molesta, voy a recoger los huevos. Ya está el café y después lo sirvo.
─Vaya, vaya. No tengo prisa. ─Y siguió
recordando las incidencias de aquél caso:
“A la joven la habían llevado a un
hospital y el médico certificó que había dalo a luz recientemente. La policía
interrogó a la muchacha acusándola de que había matado a su hijo, y ella mantuvo la boca cerrada.
Se hizo una batida por el
campamento de la Escuela al Campo y no se halló señal alguna del feto, por lo
que se decidió evacuar las heces de la letrina y allí, se
encontró a la criatura. El forense certificó la muerte por asfixia después del
alumbramiento”.
Raquel
entró en la sala llevando en una bandeja, dos vasos con café y cubitos de hielo
en el interior de los mismos. Josefina dio un largo sorbo del líquido y colocó su vaso en la mesa de centro
para volver a encender la grabadora. La dueña de la casa suspiró y algo
nerviosa puntualizó:
─Mire,
Josefina. Yo recuerdo aquello como una pesadilla. Si sucediera otra vez,
pasaría de igual manera, por muy grotesco que parezca. No había forma de
evitarlo. No entiendo qué puede usted sacar en limpio de una historia como
ésta. No hay nada “valiente”, como usted dijo, en lo que hice. No hice nada. No
podía hacer nada. ¡No sabía qué hacer!
─Raquel,
lo que me ha contado hoy me ha dicho mucho de usted. Aquello ya pasó, y ciertamente
no había manera de enfrentarlo de otro modo dadas las circunstancias. Además,
usted ha rehecho su vida. Se ha casa….
El
sonido de los cascos de un caballo que llega y se detienen frente a la casa,
hace callar a las dos mujeres.
Un
instante después, entra el hombre en el salón y se quita el sombrero al ver que
su esposa tiene visita, mientras ésta lo presenta:
─Cariño,
esta es la escritora que te dije vendría a verme. Josefina, este es mi marido,
Eberto.
La
escritora apenas puede contener la expresión
de sorpresa mientras su mano entre los dedos del hombre evidencia el contraste
del color de la piel de ambos. Raquel enarca una ceja y expresa medio
divertida.
─¡A
que no se lo esperaba! Ya sabe, ¡matrimonio y mortaja, del cielo bajan!
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