ENCARNITA RUBIO

¡QUÉ PELAMBRERA!

Iba dando un paseo por la avenida principal de la ciudad. Lo que más me gusta de ese bulevar son los árboles a ambos lados que ya comenzaban a perder hojas. A pesar de que era otoño, el sol sudaba con intensidad. Ese verano había sido especialmente caluroso y aún quedaban los últimos coletazos de bochorno. Era ya el atardecer a punto de dar paso al crepúsculo cuando lo vi.

Al mirarle, tuve que hacer un esfuerzo para no reírme; era alto, escuálido, de aspecto apacible y con el rostro cadavérico. Lo que más me llamó la atención era la túnica larga que le cubría hasta sus huesudos pies; pero esto no era nada comparado con su pelo. ¡Qué pelambrera! Era como un manojo de estopa con mechas rojas y verdes.

Para mis adentros me dije: “¿le compro un bocadillo o le canto una saeta?”. Se acercó a mí con una amplia sonrisa, “¿Me conoce?” me pregunté, porque seguía sin tener ni idea de quién podría ser. Efectivamente, él sabía quién era yo porque me saludó afectuosamente.

—¡Qué sorpresa verte! Y cuánto tiempo —exclamó, acercándose a mí.
Yo no salía de mi asombro y él lo notó nada más fijarse en mi rostro.
Tras una breve conversación me situé: era mi viejo amigo del barrio que marchó al Tíbet a principios de Verano del año anterior. Quedé aún más perpleja al reconocerle y esto lo notó también. Ese hombre había sido un canon de belleza no hacía mucho tiempo. Preocupado sobretodo por su aspecto físico, era puramente superficial.
Seguimos la conversación.
—Vamos, no me mires así; esto no es más que otra faceta de la vida. Llegué a un punto en el que me sentía vacío y decidí buscar otros horizontes.
La vida te da sorpresas; sorpresas te da la vida. Pero esta era demasiado para mí.
—Resulta que tras meditar y ayunar quedé en esto —continuó diciendo—, el modo de vida de los monjes tibetanos con los que conviví, cambió mi forma de ver las cosas y el mundo en general.
 Mientras hablaba veía cómo su rostro se iba iluminando y desprendía seguridad y convicción por cuanto estaba diciendo. Había dado sentido a su existencia y había encontrado una razón por la que vivir.

Hablamos un rato más y nos despedimos. Tras verlo marchar lo miré con nostalgia; solo deseaba que me siguiera relatando su experiencia en el monasterio budista. Me quedé pensativa, comprendí que los andrajos que vestía no eran reflejo de su riqueza interior.

La metamorfosis que se había producido en su aspecto físico fue inversa a la que sufrió en el fondo de su alma: cuanto más repulsivo era por fuera, más bello era por dentro.

Consecuencia de olvidarse de uno mismo y vivir por los demás.


Poesía: La otra lógica del lenguaje por Joaquín Esteve

  Ridiculizar la existencia Miguel Pérez Editorial Círculo Rojo, 2019 129 páginas. La otra lógica del lenguaje POR   JOAQUÍN ESTEVE ____...

LO MÁS LEÍDO