HELENA COLLAZO VILARELLE

El valor de  las apreciaciones


Raquel:

Han pasado  cuarenta años de aquello y soy una mujer madura llena de recuerdos. La verdad es que no me arrepiento, porque sé  que todo lo que hice estuvo marcado por el acontecimiento y la razón que me asistía en ese instante. El pasado no se puede rectificar. Constituye experiencia. ¡Y ahora viene esa escritora a preguntarme, cómo ha influenciado en mi vida ese hecho!
Dice que no me juzga, que incluso cuando escribió el libreto de radio, en el que se contaba lo sucedido, manifestó su criterio de acuerdo a las investigaciones que hizo sobre el caso; que no se ciñó a las referencias del atestado policial y ni siquiera tuvo en cuenta los criterios de las enfermeras, que en el hospital me atendieron. ¡Aún duele! Yo creía que no. ¡Contaba con dieciséis años cuando eso sucedió!
Somos once hermanos y yo la única chica, encima ¡la más pequeña! Fui el último tirito de mis padres, según comentaban los vecinos.
Papá era militar. Ya murió y tengo que decir que nunca me perdonó. Le prohibió a mamá que me viera,  pero ella lo hacía a escondidas.
Para mi padre la casa era una prolongación de su vida militar activa,  solo que en el hogar, se sentaba a leer, ver la tele y escuchar música. Él no soportaba que le llevaran la contraria, ni siquiera cuando decidía lo que su esposa debía cocinar.
Cuando se jubiló mi padre, mamá venía con frecuencia a mi casa, llegaba con el rostro descompuesto, llena de aflicción y descargaba en mí toda la frustración que sentía porque su marido no la dejaba respirar y se pasaba todo el día sacando defectos a cuanto trabajo hogareño ella emprendía. Yo le hacía chistes, le cantaba y le pedía que viniera a vivir conmigo, pero ella, a pesar de todo le quería… ¿o era costumbrismo?
¡Ya sé! Sé que evado la historia. No lo hago para justificar nada. Las cosas son como son. Papá siempre tuvo un carácter muy fuerte, y realmente todos crecimos temiéndole, y yo, más que ninguno de mis hermanos. ¡Quería tanto no defraudarle! Fui la mejor alumna del colegio en los cursos que hice. Destaqué en todo lo que sabía que a él le motivaba, pero cuando asistí a la Escuela al Campo y conocí a Eberto… ¡Todo cambió! Fue amor a primera vista. ¡Tenía solo quince años!
¡Dios mío! ¡Cuántas vueltas da la vida! Lo que no se imagina esa escritora que quiere entrevistarme, es que pese a todo, he sido feliz. Cuando mi padre me echó de la casa, una hermana de mi madre me dio cobijo y con ella conviví hasta que murió. Desde luego, mi tía también fue vetada por el coronel.
Hoy no puedo dormir por tantos recuerdos agolpados; no por un sentimiento de culpa: nunca tuve que perdonarme a mí misma por lo que hice. Yo desconocía lo que había sucedido y cuando pasó… ¿Quién me iba a creer? Con dieciséis años las chicas ya sabían muchas cosas, pero yo no. ¡Quién iba a entender mi ignorancia! ¿Quién iba a comprender el miedo que sentía ante la posibilidad de enfrentarme a mi padre?
Cuando conocí a Eberto, él  pasaba el Servicio Militar obligatorio. Estaba asignado a la unidad del coronel González Coro, mi padre.
 Papá le había ordenado que llevara a la escuela al campo, un paquete que mi madre me enviaba con ropa y comida. ¡Estaba tan hermoso enfundado en su uniforme! Eberto tenía tres años más que yo. De estatura muy elevada, ojos negros como un pozo y yo pensé que me ahogaba cuando fijó en mí su mirada. Su voz era bronca,  acariciadora, y cuando extendió la mano para saludarme, la mía se perdió entre la suya. Estoy segura de que enrojecí y bajé la cabeza para que no lo descubriera. Él abandonó mi mano y preguntó si me había molestado en algo. Yo le respondí presta que no. Le pregunté por mi padre y dijo que apenas le conocía, que como estaba destacado cerca de mi escuela al campo, el coronel había pasado revista a su campamento y le había dado el encargo a él, de traerme el paquete que me había entregado.
Me preguntó si ya había visitado una cueva muy bonita cercana a la escuela y le dije que no, que en los fines de semana podíamos salir a pasear por los alrededores y que el próximo sería el primero para mí,  porque llevaba solo cuatro días movilizada.
Se ofreció a llevarme si yo lo deseaba y… Así comenzó todo. Un mes en el que nos veíamos con frecuencia. ¡Hasta me escapaba de la escuela en las noches para reunirme con él y pasear entre los árboles! Y sí, me refugié en sus brazos y nos besamos, pero me respetó. A su lado descubrí el sosiego y el valor de la armonía de los silencios.
¿Podré mañana contar a esa escritora cuán vivo y perdurables son los recuerdos? ¿Saldrán de mis labios las palabras cargadas de sentimientos, certezas y rotundidades de la historia, la historia de aquél día que en que la mayoría me juzgó equivocadamente y yo, no supe defenderme más que con soberbia?

Josefina:

Cuando hablé con ella por teléfono, me dio la impresión de que era una mujer con una vida plena. Me identifiqué como escritora y se sorprendió aunque enseguida noté cierto cambio en su voz, cuando preguntó el motivo de que quisiera entrevistarla a ella, una mujer corriente, según se catalogó.
Pensé que debía ser sincera, pero el teléfono no es un medio idóneo para destapar historias del pasado, aunque estaba segura de que ella no la habría olvidado,  y le respondí del único modo que se me ocurrió:
─Usted tiene una vida interesante. A mi juicio, digna de ser contada. Lo que usted pasó  refleja las vicisitudes femeninas de la mujer, enfrentándose a la época en que vive.
Y tropecé con la dureza del metal de su voz:
─Nadie pensó eso de mí  –replicó, y se hizo un silencio que se me antojó largo, pero no colgó el teléfono.
Al cabo, fui yo la que añadí con un claro ruego bailando en mi voz.
─Raquel, lo sé todo. Fui la que escribió lo que sucedió hace cuarenta años para la radio. Aún  conservo la grabación. No sé si usted la escuchó o se lo contaron, pero de lo que no cabe ninguna duda, es que la comprendí y lo reflejé en la dramatización del hecho.
─Fue hace mucho tiempo. Me condenaron.
─No, Raquel, no la condenaron, usted era menor de edad. Pero en el aspecto que  dice, sí, la condenaron;  y a mí también. Mis compañeros de trabajo no estuvieron de acuerdo con el modo en que lo enfoqué. Yo estoy segura de que fue el correcto. Por eso quiero que me conceda una entrevista.
─¿Para reafirmarse? ─exclamó con un dejo de burla en la voz, aquél que estoy segura manejó antaño a modo de defensa.
─No. Es porque estoy escribiendo un libro de relatos sobre la valentía y cobardía de las mujeres y quiero que su historia forme parte de él.
─¡Cobardía! ─me llegó como un eco susurrado a través del hilo telefónico y yo remedé tajante.
─¡Valentía! ─puntualicé y recalqué─. Valentía que en su momento nadie comprendió. Así lo interpreté y así lo reflejé en la historia que escribí. ¡Valentía!
─A día de hoy, creo que fue rebeldía. ─aclaró de un tirón y yo supe, en ese instante,  que me concedería la entrevista.

L a   E n t r e v i s t a:

Desde la ventanilla descubrió  que la vivienda de Raquel estaba situada en medio de una gran planicie con el sendero empedrado. Al llegar a la parada se bajó de la guagua molesta por la humedad que su cuerpo emitía: la blusa se le pegaba al cuerpo y eso le disgustaba; encima, se le antojó que el sol horadaba su cráneo.
La casa estaba a una distancia de tres manzanas. Echó a andar y luchó con las piedrecillas del camino que se le incrustaban entre los dedos de los pies; las sandalias no los cubrían y temió que el frágil calzado se le rompiera cuando estuvo a punto de caer varias veces. Lo irregular del terreno y lo polvoriento del sendero intensificaban la sensación de asfixia. Sintió alivio cuando descubrió que  la mujer la esperaba en el vano de la puerta e imaginó que juzgaba su inestable andar, sin embargo, al tenerla frente a frente,  descubrió que su expresión era algo tensa.
Enseguida la hizo pasar y ambas se sentaron en sendos balances de mimbres que, la escritora,  agradeció mientras exclamaba al sentarse:
─¡Tremendo calor!
─Es lo normal. Desde la parada del autobús hasta mi casa hay una buena tirada. ¡Tiene usted que tener muchos deseos de escribir su libro! ─y le sirvió un vaso de limonada  de una gran  jarra en la que entrechocaron los trozos de hielo del interior.  En la mesita de centro había otro vaso, pero ella no lo llenó. Apenas bailó una enigmática lucecilla en el fondo de su mirada, al contemplar la avidez con que su visitante se bebía el refrescante líquido, y  volvió a colmar el recipiente sin que mediaran palabras entre las dos.
─Gracias, Raquel. He sudado tanto, que creía que me iba a desmayar. Sin embargo, su casa es fresca. Aquí se está bien ─Y reparó en que la puerta del fondo  también estaba abierta, y por eso se establecía corriente en la vivienda.
─Ya lo ve, siempre hay tiro de aire. Eso sí, al mediodía no se puede salir afuera. Detrás tengo un gallinero y hasta las aves se refugian a esta hora. ─Y sin variar el tono añade─: Pregunte, pregunte  lo que desee.
─¿Me permite que grabe?
Raquel se encoge de hombros y la escritora, mientras saca del gran bolso que lleva en bandolera una pequeña grabadora de casete, le dice:
─Me llamo Josefina, por si no lo recuerda.
─Lo sé. ─responde tajante para continuar─: No quisiera que llegara mi marido y nos encontrara hablando del pasado que ya conoce, desde luego, pero ambos eludimos ese…
Y se detiene buscando la palabra correcta, mientras se queda anclada mentalmente en el pasado. No se  percata de que el silencio se alarga y permite a Josefina, entre tanto, detallar la fisonomía de su interlocutora. Ella sabe que Raquel cuenta únicamente cincuenta y seis años, aunque  la piel  atezada de su rostro, surcada por numerosas arrugas, la hacen mayor.  Sus ojos claros, perdidos en la distancia interna de sus recuerdos, dan fe de la vivacidad de su carácter en cuanto retoma el presente:
─Perdone, Josefina. El motivo de su presencia me trae muchos recuerdos… Le decía que mi marido y yo, evitamos el tema.
Y la visitante aprovecha para abordar  directamente:
─Raquel, han pasado cuarenta años de los sucesos que cambiaron su vida. ¿Es por eso, que vive  tan apartada?
Ella ríe francamente y afirma declinando:
─¡Qué va! ¿Usted cree que vivo amargada por aquello? Nada de eso. Al principio fue muy duro, pero por suerte “Fefa”, la hermana de mi madre, me acogió. Mire qué casualidad. Se llamaba Josefina, como usted. ¿No le llaman “Fefa”   a usted también?
─Me dicen “Fina” ─y como ve que la mirada de Raquel muestra cierta sorna, es ella la que esboza una mueca burlona y añade─: ¡Incongruencias de la vida! De fina, tengo poco.
Ambas sonríen y la atmósfera se distiende.
─Por cierto ─aprovecha la escritora el momento─,  ¿quiere escuchar la grabación que escribí sobre su caso? La tengo aquí.
Josefina comienza a rebuscar en su bolso una cinta de casete cuando Raquel, con temor y suplica en la voz,  la detiene aclarando:
─Prefiero que hablemos.
Ambas se miran directamente a los ojos por un breve espacio de tiempo.
─Está bien ─apresura la escritora, mientras abandona la búsqueda y reitera la pregunta para reafirmar la respuesta que antes no fue verbal, sino gestual─: ¿Me permite que grabe?
─Sí,  pero solo para su trabajo. No quiero que se emita la entrevista por la radio.
─Raquel, ya no escribo para ninguna cadena. Le prometo que su nombre no figurará. Lo que me interesa es destacar, como ya le expresé antes, la valentía con que se enfrentan las mujeres a hechos o situaciones difíciles.
─Yo no era una mujer entonces, sólo una jovencita asustada.
─Cierto, pero maduró de pronto.
─Me vapulearon, me juzgaron y condenaron. La soberbia fue mi única arma. ¡La soberbia!
─¿Sabía usted que estaba encinta?
─Sí. Pero nada más. No tenía la menor idea de cómo era eso. En mi casa el control era férreo por todas partes. ¡Imagínese! Diez hermanos mayores y un padre militar…
─¿No tenía ni siquiera una amiga en la que confiara, para hablar sobre su situación?
─¡No! El coronel decía que las amigas pervertían. Después de clases siempre me esperaba algún miembro masculino de la familia para que no me desviara del camino.
─Raquel, usted era popular entre sus compañeras. En las declaraciones que hicieron a la policía todas dejaban sentado que la tenían en gran estima.
─Porque era una empollona y las ayudaba, pero en todo lo demás…
La mujer se sume en los recuerdos y la escritora aprovecha el lapso para revisar sus notas hasta que la entrevistada concluye:
─En mi casa ni siquiera se escuchaban novelas radiales. Mi padre las consideraba de mal gusto.
Un moscón entra en vuelo rasante y Raquel lo espanta. Ambas se quedan observando la salida al exterior del mismo y Josefina retoma la entrevista:
─Raquel, ¿cuándo y de qué modo se percató de que estaba embarazada…
─Mire, la primera falta de menstruación no me alertó, tenía mucho que estudiar y no me percaté de eso hasta que  mamá me preguntó si necesitaba compresas. Ese  fue el momento en que se encendió una lucecilla de alarma en mi interior.
─¿Y?
─En ese momento,  hacía un mes que Eberto  estaba movilizado. Su unidad había sido enviada a Baracoa. Mejor dicho, mi padre,  lo había mandado bien lejos.
─¿Su padre conocía la relación que mantenían?
─Por eso lo envió lejos. El coronel no podía permitir que su hija blanca, tuviera relación con un negro ─lo dijo con acritud, dejando bien claro que ella tampoco había perdonado a su padre.
Josefina suspiró de forma contenida  y comentó sin preguntar.
─Los sectores con más hombres de color en nuestro país, son los de la música, el deporte y en primer lugar el ejército. ¿Cómo es posible que tu padre fuera racista?
─Siempre lo fue.
─Cuando escribí el libreto de radio, aunque no aparecía reseñada la observación de que su padre fuera racista, lo dejé entrever en la dramatización.   Tuve la  impresión de que ése  era el quid de la cuestión.
─Pues acertó. Era racista.
─¿Me permites que te tutee? Puedes hacerlo conmigo tú también.
─Sí, ¿por qué no?
─Gracias. ¿Eberto sabía que lo habían trasladado a causa de la relación contigo?
─¡Claro! Nos veíamos a escondidas y uno de mis hermanos nos descubrió.
─Espera un momento, Raquel. Hay algo que no me cuadra. Si tus hermanos y tu padre te iban a recoger al colegio y no tenías amigas fuera del centro de estudio,  ¿cómo te encontrabas con tu chico?
─Mire, cuando iba a la bodega lo llamaba desde un  teléfono público y quedábamos. En mi casa todos los hombres se ponían como locos frente a la tele cuando había encuentros de pelota. ─Una sonrisa apenas esbozada es captada por la periodista y Raquel continúa─: ¡No se imagina la algarabía que formaban en la sala mis hermanos! Mamá y yo salíamos dejándolos con cerveza y algo de comer.  Mi madre aprovechaba para  ver a las amigas y yo me iba a caminar. Ella nunca encontró nada extraño en que diera largos paseos por el parque, de hecho, antes de conocer a mi chico ya lo hacía. Fui una niña solitaria amante de la naturaleza. ─Y sacude la cabeza para alejar las imágenes viejas que resurgen en su mente y continuar─: Eberto me esperaba entre las ruinas de un edificio que se había derrumbado. Era nuestro paraíso. Ya ve usted, ¡entre escombros éramos felices! Él quería pedir mi mano y yo siempre le daba largas. No me atrevía a decirle que mi padre y mis hermanos eran racistas. 
─Imagino que sería algo difícil de explicar ─apostilla la escritora, dando tiempo a que Raquel tome un respiro, y agrega─. ¡Parece mentira que en aquellos momentos hubiese gente tan racista como su padre, que además, ocupaba un alto cargo en el ejército! Pero, ¿cómo se las arreglaban con el tiempo?
─¿El tiempo? No entiendo la pregunta.
─Los enamorados cuando están juntos se olvidan de todo. ¿Nunca se te hizo tarde para regresar a  casa, una vez concluido los  encuentros de béisbol?
─No, mamá me iba a buscar y la veía pasar. El edificio en ruinas  hacía esquina con el  parque al que yo iba a pasear. Eso me daba tiempo a ir a su encuentro desde otra dirección. Siempre regresábamos a casa antes de que finalizara el juego. Papá se habría mosqueado si no hubiéramos llegado juntas. Ese era el momento más difícil para mí, porque Eberto  no quería verme a escondidas, él insistía en formalizar nuestro  compromiso. ¡No comprendía que yo no lo presentara a mi familia!
Josefina, viendo que la mujer  se queda ensimismada, aprovecha para cambiar la cinta de la grabadora. Una vez ha concluido,  es Raquel quien rompe el silencio suspirando.
─¡Quién lo diría! ¡Una sola vez nos dejamos llevar por el deseo y quedé embarazada! ¿Y sabe? Fue la primera vez de los dos. Yo creo que hasta fue un milagro porque… no hubo penetración completa.
─Ahora que toca el tema; ¿cómo ocultó su estado?
─Me puse faja, disimulé haciendo que comía mucho y no dejé ninguna actividad. Ni siquiera interrumpí la educación física. Tuve algún malestar pero en casa no se dieron cuenta, porque la mayor parte de las veces yo estudiaba en mi habitación, y tenía un aseo comunicado con mi cuarto. Mamá se había empecinado en que hicieran un baño para mí sola porque eran muchos varones en la casa. Esa fue mi salvación cuando tuve los malestares propios del embarazo. Pero eso fue solo un mes. ¡Hasta llegué a pensar que no estaba embarazada! Creo que a los siete meses fue que comencé a ponerme fajas. 
─¿Y en el colegio? Las chicas suelen ser muy observadoras.
─Como le dije, no tenía amigas, solo compañeras de clase. Yo era monitora de lenguaje e historia. Pero no hablaba con nadie de cosas personales. Engordé, eso era lo que parecía. A veces no podía ni respirar, sobre todo cuando pasó eso, cuando aborté.
─Usted no abortó, Raquel. ¡Usted dio a luz!
Raquel suspira:
─Sí, me puse de parto aquella noche, pero yo no lo sabía. Creí que tenía una indigestión y me levanté de madrugada para ir al retrete. La verdad, escritora, no quiero hablar de ese instante. Si escribió sobre eso, sabe lo que ocurrió. Pero sí, le voy a decir una cosa, no tuve ni tengo remordimiento porque yo no sabía que estaba de parto. ¡No lo sabía! Y ahora voy a preparar un café para las dos y le pondré hielo, porque hace calor de infierno ─recogió los vasos de limonada,  la jarra, y llevándoselos añadió─: la dejo sola un momento.
Josefina comprendió que la mujer aún se sentía indignada por lo que entonces sucediera y recordó lo que escribió al respecto:
“La joven se levantó en medio de la madrugada con la urgencia  de hacer de vientre, tan urgente era la necesidad, que le causaba dolor de barriga. Apresuradamente se  calzó las chancletas y salió al aire nocturno rumbo a las letrinas. Había luna llena y no le costó coger el trillo, empujó la puerta y se encontró con una luz mortecina que dejaba medio en penumbras siete asientos de retretes. A esa hora no había nadie pero ella,  encorvada por la urgencia y el dolor, se desplazó hacia el último; siempre sentía vergüenza por tener que hacer sus necesidades ante las demás.  Le costó bajarse la faja y hasta temió hacerse encima la necesidad que la acuciaba,  y cuando pudo librarse, se sentó sin colocar ningún papel alrededor del hueco, como siempre hacía. Esta vez no le había dado tiempo, sin embargo, aunque sentía que algo se abría paso en sus entrañas,   no salía nada de su interior. De pronto le acometió un fuerte dolor  y sintió que algo grande se deslizaba hacia afuera y caía con un fuerte sonido de chapoteo entre las apestosas heces fecales. Pensó en su bebé, pero desechó la idea diciéndose que los niños no nacen de pronto. Las punzadas eran más agudas, no la dejaban pensar con claridad cuando descubrió un cordón que salía de su interior y tiraba de ella hacía abajo. Intentó levantarse sin conseguirlo. La cabeza le daba vueltas y tenía que sujetar  el resbaloso cordel que la unía a lo que había caído y le hacía daño. Pensó que se moriría y tiró con las dos manos en direcciones diferentes hasta éste se rompió y la liberó del peso que parecía desgarrarla. Mareada salió del retrete dejando la faja olvidada a los pies del hueco sobre el que había estado sentada. Un reguero de sangre corría entre sus muslos y marcaba el suelo; apenas dio cinco o seis pasos,  perdió el conocimiento. Cayó sobre la hierba sin sentir la humedad del rocío a la que se sumó su sangre”

Desde la parte trasera de la casa llegó el sonido del  cacareo de una gallina  y Raquel se asomó al salón diciendo:
─Si no le molesta, voy a recoger los huevos. Ya está el café y después lo sirvo.
 ─Vaya, vaya. No tengo prisa. ─Y siguió recordando las incidencias de aquél caso:

“A la joven la habían llevado a un hospital y el médico certificó que había dalo a luz recientemente. La policía interrogó a la muchacha acusándola de que había matado a su hijo,  y ella mantuvo la boca cerrada.
Se hizo una batida por el campamento de la Escuela al Campo y no se halló señal alguna del feto, por lo que  se decidió  evacuar las heces de la letrina y allí, se encontró a la criatura. El forense certificó la muerte por asfixia después del alumbramiento”.

Raquel entró en la sala llevando en una bandeja, dos vasos con café y cubitos de hielo en el interior de los mismos. Josefina dio un largo sorbo del  líquido y colocó su vaso en la mesa de centro para volver a encender la grabadora. La dueña de la casa suspiró y algo nerviosa puntualizó:
─Mire, Josefina. Yo recuerdo aquello como una pesadilla. Si sucediera otra vez, pasaría de igual manera, por muy grotesco que parezca. No había forma de evitarlo. No entiendo qué puede usted sacar en limpio de una historia como ésta. No hay nada “valiente”, como usted dijo, en lo que hice. No hice nada. No podía hacer nada. ¡No sabía qué hacer!
─Raquel, lo que me ha contado hoy me ha dicho mucho de usted. Aquello ya pasó, y ciertamente no había manera de enfrentarlo de otro modo dadas las circunstancias. Además, usted ha rehecho su vida. Se ha casa….
El sonido de los cascos de un caballo que llega y se detienen frente a la casa, hace callar a las dos mujeres.
Un instante después, entra el hombre en el salón y se quita el sombrero al ver que su esposa tiene visita, mientras ésta lo presenta:
─Cariño, esta es la escritora que te dije vendría a verme. Josefina, este es mi marido, Eberto.
La escritora apenas puede contener  la expresión de sorpresa mientras su mano entre los dedos del hombre evidencia el contraste del color de la piel de ambos. Raquel enarca una ceja y expresa medio divertida.

─¡A que no se lo esperaba! Ya sabe, ¡matrimonio y mortaja, del cielo bajan! 

Poesía: La otra lógica del lenguaje por Joaquín Esteve

  Ridiculizar la existencia Miguel Pérez Editorial Círculo Rojo, 2019 129 páginas. La otra lógica del lenguaje POR   JOAQUÍN ESTEVE ____...

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